Filosofía del Lenguaje

Cuando yo era adolescente, no me interesaban mucho los idiomas, o mejor dicho no había encontrado casi nada que me interesara hacer en uno que no fuera el mío. Mis aburridas, masificadas y repetitivas clases de inglés y francés en el instituto no habían contribuido a mi interés por las lenguas en toda esa etapa; es más, me habían hecho perderlo, ya que había sido ese interés lo que me había llevado escoger inicialmente un segundo idioma de forma voluntaria.

En la universidad, estudiando una carrera de ciencias, encontré la motivación para a aprender inglés en el lugar más inesperado, un libro de cálculo avanzado que, además de ser el texto fundamental en el que se basaba mi clase de Análisis Matemático II, tenía la peculiaridad de estar escrito íntegramente en inglés. Me armé de valor y, diccionario en mano, me dispuse a buscar cada palabra que no conocía, que al principio eran prácticamente todas, para anotarla en un cuadernillo y hacerme poco a poco un pequeño diccionario personal. Las primeras páginas fueron arduas y estuve a punto de tirar la toalla, sin embargo, enseguida me di cuenta de que las palabras se empezaban a repetir, hasta el punto de que, pasada la página 20, apenas aparecían ya palabras nuevas sino muy de vez en cuando. Además, las estructuras también se repetían continuamente y su traducción era sorprendentemente fácil, dado lo exento de florituras estilísticas que está lo expresado en una demostración matemática, un teorema o un corolario. La motivación que este descubrimiento me generó fue tal que tan solo un año después me mudé a Londres para aprender de verdad la lengua de Shakespeare y de Newton.

El libro de matemáticas no solo había despertado mi aletargado interés por los idiomas, sino que me había hecho darme cuenta de la sistematicidad que se esconde detrás de la sintaxis y la gramática de un texto y que las reglas gramaticales eran en realidad funciones matemáticas de varias variables y varios tramos. Aparqué esa idea en la cabeza porque no encontraba gente con quien poder compartirla hasta que unos años después, ya viviendo en Inglaterra, conocí a un poeta matemático de mi antigua facultad que también veía la gramática como un conjunto de fórmulas.

Años más tarde, ya dedicándome a los idiomas a tiempo completo, me encontré enseñando español a estudiantes de ingeniería de École Central Paris. Un lunes a primera hora en el que mis estudiantes estaban particularmente dormidos me empecé a escribir en la pizarra una regla gramatical en forma de teorema y en notación matemática. Al principio no entendían nada, pero al darse cuenta de lo que estaba haciendo se empezaron a desperezar y a sonreírse. Esto no solo lo entendían, sino que además les gustaba.  

Tardaría todavía años en descubrir que mucho antes que yo, y con más ahínco y éxito había habido filósofos que se habían hecho un planteamiento parecido y habían intentado aplicar la notación matemática, que es la de la lógica, a los idiomas.

Consentimiento de Cookies con Real Cookie Banner